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miércoles, 17 de febrero de 2010

El adios

Llevamos unos días en el centro con un sentimiento de tristeza. La residencia se abrió hace ya más de ocho años y el primer residente estuvo un mes sólo él. Me contó una vez el primer director que como era diciembre y no tenía mucho sentido tener al personal para una sola persona en Navidades no sabía cómo decirle si iba a irse unos días a su casa que conservaba cerrada. Él mismo debió pensarlo y se fue a pasar las vacaciones con sus hijos. Ha estado estos años saliendo a diario a jugar su partida al club de jubilados del pueblo y a vigilar su casa. Ha sido un referente, el primer residente que pisó el centro, con el añadido de ser del propio pueblo y que ha vivido toda su vida allí. A lo largo de estos años hemos mantenido una relación cordial, se ha enfadado varias veces conmigo por no darle la razón cuando él creía que la tenía, ya su pensamiento era poco flexible al dialogo, pero ha tenido siempre su lugar destacado entre nosotros. Hace un mes comenzó su declive físico final, ya no anda, apenas come, su cara se ha afilado y no mantiene la consciencia más allá de algunos ratos puntuales. Esta mañana le pregunté que si sabía quién era yo y me llamó por mi nombre. Sé que le queda poco tiempo, le miro todos los días y veo en él un ser indefenso que con mucha frecuencia llora y quiere ver a su madre. Alguien me dijo una vez que cuando estamos a punto de morir nuestro pensamiento se centra en la figura materna y he constatado muchas veces que es así. No me acostumbro a las muertes de los residentes, no suelo llorar porque he aprendido que hay que separar lo profesional de los sentimientos aunque alguna vez me han podido las emociones, pero sé que cuando L… se vaya, el centro se quedará un poco vacio, que siempre que pase por su habitación le veré sentado leyendo, que cuando tenga que anotar su baja lo haré con mucha nostalgia y que recordaré siempre su sonrisa picarona.

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